"La grandeza del
hombre está en ser un puente y no una meta:
lo que en el hombre se puede amar es que es un
tránsito y un ocaso.
Yo amo a quienes
no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso,
pues ellos son los que pasan al otro lado."
Friedrich
Nietzsche, Así habló Zaratustra.
En Turín, el 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche salió de su casa en el número 6 de
No muy lejos, o en realidad muy poco lejos de él, un
cochero tenía problemas con su caballo que se había empacado.
A pesar de todos sus esfuerzos, el caballo se negó
a moverse, después de que el cochero -¿Giuseppe? ¿Carlo? ¿Ettore?- perdió la
paciencia y tomó el látigo. Nietzsche se abrió paso entre la multitud y puso
fin a la brutal escena del cochero, que a esas alturas echaba espuma con rabia.
El sólidamente construido y bigotudo Nietzsche
sube, de repente, al coche y echa sus brazos alrededor del cuello del caballo,
sollozando.
Un vecino lo llevó a su casa, donde se tiende,
tranquilo y silencioso, en el sofá durante dos días hasta que murmura
inarticuladamente sus últimas palabras, después de las cuales quedó mudo:
"Madre, soy un tonto".
Y vivió otros diez años, sereno y alienado, al
cuidado de su madre y de sus hermanas.
Del caballo no sabemos nada.
Ésta pudo ser una posibilidad.
Muestra el minúsculo punto que somos en la nube de polvo de nuestros días,
en la inanidad del hombre, que es su barbaridad plena y su propio apocalipsis.
Es el viento que impedirá recorrer el camino, la oscuridad que se aproxima
en medio de la nada, que al fin de cuenta, es lo mismo.
Podemos oírlos en el andar a tientas en su camino
a la cama.
Podemos oírlos acostarse y colocar las mantas sobre
ellos.
Podemos oírlos respirar. Sólo su respiración.
Hay un silencio de muerte afuera. La tormenta
remitió.
Tal silencio mortal reina también en la casa.
Es mentira. Sufrimos la misma consecuencia. Afuera el viento es similar... y
llueve.
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