sábado, 17 de abril de 2010

All you need is love


El cansancio de estar sujeto a algo de lo que se quiere escapar y no podemos; la desazón por los fracasos que uno constantemente al mundo, o a quien sea, debe justificar. El terrible error, siempre tan mal visto por el entorno, ese que no nos va a soltar jamás; el amor que se va a otra parte; las terribles ganas de hacer eso que nunca pudimos y que por equis motivo siempre nos pesa como una gran mentira.
Todo se condensa armoniosamente en este film que mezcla diversas historias personales de gran vuelo en un verano de algún barrio cualquiera.

Los personajes de Little children deambulan por toda la trama con una cierta inseguridad en sus identidades, como si el lugar que les ha sido asignado en el mundo no los satisficiera y deben actuar las diversas máscaras que la mísera realidad les ha impuesto. Sus identificaciones con lo que verdaderamente los representaba han quedado ahogadas en alguna laguna de sus pasados, en algún error hecho en sus vidas, o quizás en la cotidianeidad.

En la película se muestra el punto de inflexión de esa laguna. La ganas de escapar al vacío emocional que representa esta piedra, este sentir de conformismo seco y aburrido, el de todos los días. Hay una castración, un perdón que era inimaginado, una infidelidad que promete la eternidad y se subsume, la vuelta a casa, el arrepentimiento.
La película juega a cada rato con aquello que dentro de nosotros a veces nos cuesta dejar salir, pero que en algún momento debemos hacerlo o explota.



Una muy grande Digresión. Me sucedió algo con esta película:
Hay una Jennifer Connelly sumamente hermosa que a pesar que no participa mucho de la trama, creo que nadie podría dejar de mirar. Pregunto a los masculinos, ¿ustedes abandonarían a esa mujer? ¿Qué le pasa al personaje principal para decidir hacerlo?
A mi me parece que la decisión pasa por otros niveles, como el mismo personaje acepta. No se, capaz el inconsciente hizo su efecto.

martes, 13 de abril de 2010

SALIR DEL CINE, POR ROLAND BARTHES (PARTE DOS)


¿Qué es la imagen fílmica (comprendido el sonido también)? Una trampa. Hay que darle a esta palabra su sentido analítico. Estoy encerrado con la imagen como si estuviera preso en la famosa relación dual que fundamenta lo imaginario. La imagen está ahí, delante de mí, para mí: coalescente (perfectamente fundidos su significado y su significante), analógica, global, rica; es una trampa perfecta: me precipito sobre ella como un animal sobre el extremo de un trapo que se parece a algo y que le ofrecen; y, por supuesto, esa trampa mantiene en el individuo que creo ser el desconocimiento ligado al yo y a lo imaginario. En la sala de cine, por lejos que esté, estoy aplastando mis narices contra el espejo de la pantalla, ese “otro” imaginario con el que me identifico narcisistamente (dicen que los espectadores que quieren ponerse lo más cerca posible de la pantalla son los niños y los cinéfilos), la imagen me cautiva, me atrapa: me quedo como pegado con cola a la representación y esta cola es el fundamento de la naturalidad (la pseudo-naturaleza) de la escena filmada (cola que ha sido preparada con todos los ingredientes de la “técnica”); lo real, por su parte, no conoce más que las distancias, lo simbólico, no conoce más que máscaras; tan solo la imagen (lo imaginario) está próxima, sola la imagen es “real” (es capaz de producir el tintineo de la verdad). ¿Acaso la imagen no tiene, por derecho propio, todos los caracteres de lo ideológico? El individuo histórico, como el espectador de cine que estoy imaginando, también se pega al discurso ideológico: experimenta su coalescencia, su seguridad analógica, su riqueza de sentido, su naturalidad, su “verdad”; es una trampa (es nuestra trampa, porque ¿quién podría escapar de él?); lo ideológico, en el fondo, sería el imaginario de otra época, el cine de una sociedad; al igual que una película que sabe encandilar, incluso tiene sus propios fotogramas: los estereotipos articulados en su discurso; ¿no es el estereotipo una imagen fija, una cita a la que se pega nuestra lengua? ¿No tenemos acaso una relación dual, narcisista y maternal, con el lugar común?


¿Cómo despegarse del espejo? Voy a arriesgar una respuesta que constituye un juego de palabras: “despegando” (en el sentido aeronáutico y drogadicto del término). En efecto, sigue siendo posible conseguir un arte que rompa el círculo dual, la fascinación fílmica, y diluya el pegamento, la hipnosis de lo verosímil (de lo analógico), recurriendo a la mirada (o escucha) crítica del espectador; ¿no es precisamente lo que Brecht llama el distanciamiento? Hay muchas cosas que pueden ayudar a despertar de la hipnosis (imaginaria y/o ideológica): los mismos procedimientos del arte épico, la cultura del espectador o su alerta ideológica; al contrario que en el caso de la histeria clásica, lo imaginario desaparecería en el momento en que fuera observado. Pero existe otro modo de ir al cine (que ya no consiste en ir armado del discurso de la contra-ideología); es ir al cine dejándose fascinar dos veces, por la imagen y por el entorno de ésta, como si se tuvieran dos cuerpos a la vez: un cuerpo narcisista que mira, perdido en el cercano espejo, y un cuerpo perverso, decidido a fetichizar no ya la imagen, sino precisamente lo que sale de ella: el “grano” del sonido, la sala, la oscuridad, la masa oscura de los otros cuerpos, la entrada, la salida; en resumen, para distanciarme, para “despegar”, complico una “situación” usando una “relación”. A fin de cuentas eso es lo que me fascina: lo que utilizo para guardar la distancia en relación con la imagen: estoy hipnotizado por una distancia, y esta distancia no es crítica (intelectual); es, por así decirlo, una distancia amorosa: ¿Habría quizás, incluso en el cine (tomo la palabra en su aspecto etimológico), la posibilidad de gozar de la discreción?

1975

viernes, 9 de abril de 2010

SALIR DEL CINE, POR ROLAND BARTHES (PARTE UNO)


El que os está hablando en estos momentos tiene que reconocer una cosa: que le gusta salir de los cines. Al encontrarse en la calle iluminada y un tanto vacía (siempre va al cine por la noche, entre semana) y mientras se dirige perezosamente hacia algún café, caminando silenciosamente (no le gusta hablar, inmediatamente, del film que acaba de ver), un poco entumecido, encogido, friolero, en resumen, somnoliento: solo piensa en que tiene sueño; su cuerpo se ha convertido en algo relajado, suave, apacible: blando como un gato dormido, se nota como desarticulado, o mejor dicho (pues no puede haber otro reposo para una organización moral) irresponsable. En fin, que es evidente que sale de un estado hipnótico. Y el poder que está percibiendo, de entre todos los de la hipnosis (vieja linterna psicoanalítica que el psicoanálisis tan solo trata con condescendencia), es el más antiguo: el poder de curación. Piensa entonces en la música: ¿acaso no hay músicas hipnóticas? El castrado Farinelli, cuya messa di voce “tanto por la duración como por la emisión” fue cosa increíble, adormeció durante todas las noches durante catorce años la mórbida melancolía de Felipe V de España.

Así suele salirse del cine. Pero, ¿cómo se entra? Salvo en los casos –cada vez, cierto, más frecuentes- de una intención cultural muy precisa (película elegida, querida, buscada, objeto de una auténtica alerta precedente), se suele ir al cine a partir de un ocio, de una disponibilidad, de una vocación. Todo sucede como si, incluso antes de entrar en la sala, ya estuvieran reunidas las condiciones clásicas de la hipnosis: vacío, desocupación, desuso; no se sueña ante la película y a causa de ella; sin saberlo, se está soñando antes de ser espectador. Hay una “situación de cine”, y esta situación es pre-hipnótica. Utilizando una auténtica metonimia, podemos decir que la oscuridad de la sala está prefigurada por el “ensueño crepuscular” (que, según Breuer-Freud), precede a la hipnosis, ensueño que precede a esa oscuridad y conduce al individuo, de calle en calle, de cartel en cartel, hasta que éste se sumerge finalmente en un cubo oscuro, anónimo, indiferente, en el que se producirá ese festival de los afectos que llamamos una película.

¿Qué quiere decir la “oscuridad” del cine (nunca he podido evitar al hablar del cine, pensar más en la “sala” que en la “película”)? La oscuridad no es tan solo la propia sustancia del ensueño (en el sentido pre-hipnoide del término); es, también, el color de un difuso erotismo; por su condensación humana, por su ausencia de mundanidad (contraria a la apariencia “cultural” de toda sala de teatro), por el aplanamiento de las posturas (muchos espectadores se deslizan en el asiento, en el cine, como si fuera una cama, con los abrigos y los pies en el asiento delantero), la sala cinematográfica (de tipo común) es un lugar de disponibilidad, y es esa disponibilidad (mayor que en el ligue), la ociosidad del cuerpo, lo que mejor define el erotismo moderno, no el de la publicidad o el strip-tease, sino el de la gran ciudad. En esta oscuridad urbana es donde se elabora la libertad del cuerpo; este trabajo invisible de los afectos posibles procede de algo que es una auténtica crisálida cinematográfica; el espectador podría hacer suya la divisa del gusano de seda: Inclusum labor illustrat; justamente porque estoy encerrado trabajo y brillo con todo mi deseo.

En esa oscuridad del cine (oscuridad anónima, poblada, numerosa: ¡qué aburrimiento, qué frustración la de las llamadas proyecciones privadas!) yace la misma fascinación de la película (sea ésta la que fuere). Evoquemos la experiencia contraria: en la televisión, aunque también se pasan películas, no hay fascinación; la oscuridad está eliminada, rechazando el anonimato; el espacio es familiar, articulado (por muebles y objetos conocidos), domesticado: el erotismo (digamos mejor la erotización del lugar, para que se comprenda lo que tiene de ligero, de inacabado) ha sido anulado: la televisión nos condena a la familia, al convertirse en el instrumento del hogar, como lo fuera antaño la lar, flanqueada por la marmita comunal.

Dentro del cubo opaco, una luz; ¿película, pantalla? Por supuesto. Pero también (¿o sobre todo?), desapercibido y visible, el cono danzante que perfora la oscuridad a la manera de un rayo laser. Es un rayo que se acuña, según la rotación de sus partículas, en figuras cambiantes; volvemos el rostro hacia la moneda de una vibración brillante, cuyo imperioso chorro pasa rasando nuestro cráneo, roza de espaldas, de refilón, una melena, una cara. Como en las antiguas experiencia de hipnotismo, estamos fascinados por ese lugar brillante, inmóvil y danzarín, que no vemos de frente.

Es como si un largo tallo de luz recortara un agujero de cerradura y todos estuviéramos, estupefactos, mirando por ese agujero. ¿Cómo? ¿No hay nada en ese éxtasis que proceda del sonido, la música, las palabras? Por regla general –en la producción corriente- el protocolo sonoro no es capaz de producir nada fascinante que escuchar. El sonido concebido tan solo como refuerzo de la verosimilitud de la anécdota, no es más que un instrumento suplementario de representación; se pretende que se integre dócilmente con el objeto imitado, no se le separa de ese objeto para nada; bastaría con poca cosa, sin embargo, para independizar esta película sonora: un sonido desplazado o aumentado, una voz que tritura su “grano” cerca, en el pabellón de nuestra oreja, y la fascinación volvería; pues es algo que siempre proviene del artificio, o, mejor dicho, del artefacto –el caso del rayo danzarín del proyector- que, por encima o literalmente, se acerca a trastornar la escena mimada por la pantalla, sin desfigurar, sin embargo, su imagen (la Gestalt, el sentido).

Tal es la exigua playa –o al menos lo es para el que os está hablando- en que tiene lugar la estupefacción fílmica, la hipnosis cinematográfica: tengo que estar dentro de la historia (lo verosímil me requiere), pero también tengo que estar en otra parte: como un fetichista escrupuloso, consciente, organizado, en resumen, difícil, exijo que el film y la situación en la que me encuentro con él me ofrezcan un imaginario ligeramente “despegado”.

domingo, 4 de abril de 2010

Las continuaciones


Siempre me pregunté si existiría película más estúpida y poco inteligente que “Meteorman”, primera mala experiencia frente a la pantalla. El tiempo, ese tirano dirá Borges, me demostró que en la vida puede aparecer lo impensable. Una película argentina venía a rebelar una incertidumbre: “Bañero III”, continuación poco esperada de aquellas películas de la década de los 80 que al menos sacaban una buena sonrisa, aparecía en los anaqueles de la idiotez, sin argumentos, llena de chabacanerías, de chistes fáciles que imagino no habrán necesitado de un gran guionista dado el facilismo de los diálogos y de la poca inteligencia en la estructura de la película.


Este tipo de película, apurada para recuperar lo gastado, con propagandas alentadoras que promueven la convocatoria, record de espectadores, anécdotas de momentos que pretenden ser únicos en la historia del cine argentino, en el que la risa por la risa es la columna que sostiene el film, se repite en esta continuación de la película de Doria en la que Antonio Gasalla haciendo de ese personaje que ha quedado en la memoria colectiva argentina, hacía gala de su humor que toma de la idiosincrasia argenta, lo bueno que podemos ser los argentinos y lo hijo de puta o corrupto (representación imaginaria sobre los argentinos que recorre el mundo).

Esta segunda parte ya de por sí no cuenta ni con el gran Doria (fallecido en 2009) ni con el personaje de Gasalla. Pero sí del resto de los personajes que conformaban la primera parte, transcurrido un tiempo, ya más viejos, en la actualidad, pero con las mismas mañas.

La película no tiene un hilo conductor, está plagada de errores, de baches, de insomnio narrativo, de poca novedad, de mucho micrófono asomándose, de personajes gastados…en fin, me parece un insulto al espectador, que paga su entrada para recibir un film hecho por un antecedente que sí funcionó en su época, y que por el sólo hecho de este antecedente pretende colarse.

Parece que en la Argentina (y no sólo aquí) vamos tener que ir acostumbrándonos a estos nuevos capítulos de películas ochentosas.

jueves, 1 de abril de 2010

Cuando se dice lo que no se quiere decir


En este genial film del maestro Bergman se muestra como pocas veces una tensión en un tono reservado, taciturno, pero sí monumental, que deviene en asfixiante, silencioso, haciendo eco de su nombre en español, una tensión que crece paso a paso, cuadro a cuadro, como una perniciosa bestia que agazapada va de a poco mostrando sus fieros colmillos y su fiera faz, sin apuros, con una lentitud que duele como una espera.

En este trote pausado notamos una herida en el triangulo familiar que representa sus personajes, fundamentalmente en esa rara relación que hay entre las hermanas. Relación atravesada por una delicada insinuación, que deja entrever algo más que una mala historia familiar; que roza, tartamudea con el incesto y que provoca (y seguro provocó para la época) una cierta incomodidad intelectual, un cierto ruido malicioso.


Sin embargo esa insinuación, esa incomodidad no se manifiesta descontroladamente, al contrario, Bergman cuidadosamente nos cuenta una historia (¿se cuenta una historia?) sin apurarse mucho por llegar a desvelar los misterios que la abruman.
La insinuación es su fuerte, y explota estas líneas progresivamente, sin decir lo que no se quiere o puede decir.

Estas hemanas carecen de un Dios común que los guíe, de un padre que les haya enseñado el valor de la hermandad (temáticas rrecurrentes en este autor). Están perdidas en una ciudad desconocidas y su único enlace es un niño que recorre sin dirección los pasillos del hotel. El mayordomo, el amante, las fotos, las calles, sólo pertenecen a otro sistema, uno que no las deja incluirse, por eso se abandona la ciudad, por eso es mejor morirse en la cama.

El cuerpo para Bergman parece ser fundamental, lo muestra cansado, enfermo, excitado, transpirado, con planos y semi-desnudos que perturban, que desequilibran su linealidad.

El cuerpo no se ajusta a la idiosincrasia de los personajes, el cuerpo es otro. Nos cuenta otra historia, aparte, distinta a la que el personaje parece relatar. El cuerpo es la Verdad.